LOBIZÓN
Nací en Oteixo, en la ribera del Ulla, el menor de siete varones sin hembra de por medio. Sería mejor decir que ni por medio ni por ningún lado, puesto que no tengo hermanas.
Por más que mi madre se pasara la vida pidiéndole el regalo de una niña a la Virgen da Vieira, a las meiguiñas y a las xanas… por más que saltara la hoguera purificadora de San Xan sobre la arena, o se bañara en la Praia da Lanzada durante siete noches de junio, esperando que siete olas seguidas vinieran a besarle el vientre… por más que hiciera todo lo que manda la tradición, nunca llegó la hermanita deseada, la hembra que rompiera el hechizo de una vez por todas. No, la pobre mujer no tuvo ninguna suerte. Ninguna en absoluto, porque llegué yo, o como dijo mi padre
– ¡Carajo, otro meón! Te dije que estábamos gafados ¡Ahora sí que nos cogió la maldición de lleno!
– Maldecirán o ventre que parió-té – añadió, por si fuera poco, muy asustada, la anciana mujer que hacía de partera.
Apenas tengo recuerdo de mi infancia, no sé bien por qué, pero bien es cierto que a algunas veces entreveo cosas. Escenas borrosas. Poso de antiguos recuerdos que acaban disolviéndose en un vaso de acuarelas coloradas. Todo pasó como un sueño de los que se olvidan al despertar, casi sin huella… Aunque, a decir verdad, alguna sí dejó. Quizá sean esas marcas indelebles en mi rostro, la razón de que algún episodio no se haya acabado borrando del todo.
Veis esta cicatriz que me cruza la frente ¡Se ve bien, verdad! Me la hizo la gata de casa cuando yo tenía unos cinco años. Miro hacia atrás y el mundo se tiñe de un rojo oscuro. Entonces me descubro colándome bajo la mesa de la cocina. También veo unas manitas pequeñas y regordetas que van asfixiando uno a uno, a todos los gatitos de la camada. Poco después, al regresar, la madre gata que se enfurece y se enfrenta al asesino de sus hijos. Entonces, las manos regordetas, guiadas por quién sabe qué instinto, consiguen hacer presa en su cuello y logran estrangularla.
No obstante, aquellas uñas desesperadas dejaron estas profundas marcas en mi cara. Recuerdo también el llanto impotente de mi madre, el silencio grave de mi padre y, sobre todo, el peso enorme del secreto. El sentimiento de ahogo que produce un secreto horrible guardado en la familia.
El segundo episodio que asalta mi memoria sucedió algo después, en la escuela de la aldea, y no fue culpa mía; fue culpa de Carmiña.
Carmiña era la niña más guapa de toda la escuela; era la única que hablaba conmigo. Cómo me gustaban su olor a limpio, su carita blanca y su pelo castaño ¡La quería tanto! Solamente deseaba darle un beso; nada más que un beso en su carita blanca. Pero ella no quería. Ahora, podéis ver mi ojo izquierdo, estrábico y cubierto por una nube lechosa. Quedó así como consecuencia del puñetazo que me dio el maestro para que soltara a la niña. Para mí es una pesadilla angustiosa revivir el gran revuelo, los gritos de dolor de Carmiña y la huella de mi dentellada sobre su mejilla blanca.
Después vino la denuncia, los años interminables del sanatorio y los aún más interminables del correccional. Un mundo extraño y hostil, cargado de gritos y de celdas. Un ámbito de batas blancas, de palizas nocturnas con toallas mojadas, y de frío… sobre todo de frío. Días y noches, semanas enteras tiritando de frío. Recuerdo también los sucesivos tratamientos psiquiátricos, dolorosos las más de las veces, las drogas, los cócteles de medicamentos y, por fin, la paz del olvido, el limbo miserable y pordiosero del olvido.
Cuando todo aquello acabó, ya era un adolescente que se reparaba para afrontar la normalidad de la vida adulta. Mis padres, por su parte, habían decidido que el país, la tierra, el pueblo que sostiene la leyenda o la superstición, es el verdadero culpable de la misma y, por tanto, habían cambiado de lugar de residencia. Levantaron la casa y se instalaron en la vecina Sanabria con grandes esperanzas de transformación y de aire limpio. Pero la única diferencia sustancial consistió en que los alumnos del instituto preferían designarme con el apodo de lobizón en vez del ya familiar de lobisome.
En mi opinión, aquella no fue una buena época; no me gustaba aquel lugar, ni su gente, ni tampoco el estudio forzado. Lo único provechoso de aquel tiempo fueron los viernes. Sí, porque los viernes, por una parte, se acababan las odiadas clases, y con ellas la crueldad y las burlas de los compañeros. Por otra, mi madre hacía en el mercado la compra para toda la semana, compra compuesta por gallinas, conejos y, a veces, hasta lechones o corderos vivos. Luego, en secreto de que no se enteraran mi padre o mis hermanos, me dejaba degollarlos, destriparlos y despellejarlos. Como me encanta el salado de la sangre, a los pollos solía arrancarles la cabeza de un único y certero mordisco ¡Todo un arte!
Harto del aquel mundo cerrado y provinciano, en cuanto acabé los estudios, me largué del maldito pueblo. En la ciudad, conseguí encontrar un buen trabajo e independizarme ¡Bien mirado, ahí sí que tuve suerte! Por una vez, me sonrió la vida.
Afortunadamente, ahora mi estrella ha cambiado y las cosas son completamente distintas. Tengo pareja estable: una técnica en foto-depilación por láser adorable, y también un buen trabajo. Formo parte de los cuadros medios de la prestigiosa cadena nacional “Cárnicas Industriales” y todos, tanto mis jefes como mis compañeros, están de acuerdo en que soy el mejor matarife que han conocido jamás. Así que ya veis, me he convertido en un profesional prestigioso e irreprochable que realiza con mimo su trabajo.
Hasta este momento, gracias a mi competitividad y mi celo laboral, he conseguido mantener a raya mis instintos. Claro que, debido quizá a ese exceso de profesionalidad, han intentado por tres veces ya ascenderme a la sección administrativa a lo que, por supuesto, me he negado sistemáticamente. Sin embargo, a comienzos de mes llegó la orden definitiva: tendría que hacer frente a un traslado de ciudad. En contrapartida, el ascenso resultaba francamente tentador y el aumento salarial irrechazable.
Seguro que ya has visto los muebles y las cajas de la mudanza en el portal. Soy el nuevo vecino.