LOBIZÓN

LOBIZÓN

Nací en Oteixo, en la ribera del Ulla, el menor de siete varones sin hembra de por medio. Sería mejor decir que ni por medio ni por ningún lado, puesto que no tengo hermanas.
Por más que mi madre se pasara la vida pidiéndole el regalo de una niña a la Virgen da Vieira, a las meiguiñas y a las xanas… por más que saltara la hoguera purificadora de San Xan sobre la arena, o se bañara en la Praia da Lanzada durante siete noches de junio, esperando que siete olas seguidas vinieran a besarle el vientre… por más que hiciera todo lo que manda la tradición, nunca llegó la hermanita deseada, la hembra que rompiera el hechizo de una vez por todas. No, la pobre mujer no tuvo ninguna suerte. Ninguna en absoluto, porque llegué yo, o como dijo mi padre
– ¡Carajo, otro meón! Te dije que estábamos gafados ¡Ahora sí que nos cogió la maldición de lleno!
– Maldecirán o ventre que parió-té – añadió, por si fuera poco, muy asustada, la anciana mujer que hacía de partera.
Apenas tengo recuerdo de mi infancia, no sé bien por qué, pero bien es cierto que a algunas veces entreveo cosas. Escenas borrosas. Poso de antiguos recuerdos que acaban disolviéndose en un vaso de acuarelas coloradas. Todo pasó como un sueño de los que se olvidan al despertar, casi sin huella… Aunque, a decir verdad, alguna sí dejó. Quizá sean esas marcas indelebles en mi rostro, la razón de que algún episodio no se haya acabado borrando del todo.

Veis esta cicatriz que me cruza la frente ¡Se ve bien, verdad! Me la hizo la gata de casa cuando yo tenía unos cinco años. Miro hacia atrás y el mundo se tiñe de un rojo oscuro. Entonces me descubro colándome bajo la mesa de la cocina. También veo unas manitas pequeñas y regordetas que van asfixiando uno a uno, a todos los gatitos de la camada. Poco después, al regresar, la madre gata que se enfurece y se enfrenta al asesino de sus hijos. Entonces, las manos regordetas, guiadas por quién sabe qué instinto, consiguen hacer presa en su cuello y logran estrangularla.
No obstante, aquellas uñas desesperadas dejaron estas profundas marcas en mi cara. Recuerdo también el llanto impotente de mi madre, el silencio grave de mi padre y, sobre todo, el peso enorme del secreto. El sentimiento de ahogo que produce un secreto horrible guardado en la familia.

El segundo episodio que asalta mi memoria sucedió algo después, en la escuela de la aldea, y no fue culpa mía; fue culpa de Carmiña.
Carmiña era la niña más guapa de toda la escuela; era la única que hablaba conmigo. Cómo me gustaban su olor a limpio, su carita blanca y su pelo castaño ¡La quería tanto! Solamente deseaba darle un beso; nada más que un beso en su carita blanca. Pero ella no quería. Ahora, podéis ver mi ojo izquierdo, estrábico y cubierto por una nube lechosa. Quedó así como consecuencia del puñetazo que me dio el maestro para que soltara a la niña. Para mí es una pesadilla angustiosa revivir el gran revuelo, los gritos de dolor de Carmiña y la huella de mi dentellada sobre su mejilla blanca.
Después vino la denuncia, los años interminables del sanatorio y los aún más interminables del correccional. Un mundo extraño y hostil, cargado de gritos y de celdas. Un ámbito de batas blancas, de palizas nocturnas con toallas mojadas, y de frío… sobre todo de frío. Días y noches, semanas enteras tiritando de frío. Recuerdo también los sucesivos tratamientos psiquiátricos, dolorosos las más de las veces, las drogas, los cócteles de medicamentos y, por fin, la paz del olvido, el limbo miserable y pordiosero del olvido.

Cuando todo aquello acabó, ya era un adolescente que se reparaba para afrontar la normalidad de la vida adulta. Mis padres, por su parte, habían decidido que el país, la tierra, el pueblo que sostiene la leyenda o la superstición, es el verdadero culpable de la misma y, por tanto, habían cambiado de lugar de residencia. Levantaron la casa y se instalaron en la vecina Sanabria con grandes esperanzas de transformación y de aire limpio. Pero la única diferencia sustancial consistió en que los alumnos del instituto preferían designarme con el apodo de lobizón en vez del ya familiar de lobisome.

En mi opinión, aquella no fue una buena época; no me gustaba aquel lugar, ni su gente, ni tampoco el estudio forzado. Lo único provechoso de aquel tiempo fueron los viernes. Sí, porque los viernes, por una parte, se acababan las odiadas clases, y con ellas la crueldad y las burlas de los compañeros. Por otra, mi madre hacía en el mercado la compra para toda la semana, compra compuesta por gallinas, conejos y, a veces, hasta lechones o corderos vivos. Luego, en secreto de que no se enteraran mi padre o mis hermanos, me dejaba degollarlos, destriparlos y despellejarlos. Como me encanta el salado de la sangre, a los pollos solía arrancarles la cabeza de un único y certero mordisco ¡Todo un arte!
Harto del aquel mundo cerrado y provinciano, en cuanto acabé los estudios, me largué del maldito pueblo. En la ciudad, conseguí encontrar un buen trabajo e independizarme ¡Bien mirado, ahí sí que tuve suerte! Por una vez, me sonrió la vida.

Afortunadamente, ahora mi estrella ha cambiado y las cosas son completamente distintas. Tengo pareja estable: una técnica en foto-depilación por láser adorable, y también un buen trabajo. Formo parte de los cuadros medios de la prestigiosa cadena nacional “Cárnicas Industriales” y todos, tanto mis jefes como mis compañeros, están de acuerdo en que soy el mejor matarife que han conocido jamás. Así que ya veis, me he convertido en un profesional prestigioso e irreprochable que realiza con mimo su trabajo.

Hasta este momento, gracias a mi competitividad y mi celo laboral, he conseguido mantener a raya mis instintos. Claro que, debido quizá a ese exceso de profesionalidad, han intentado por tres veces ya ascenderme a la sección administrativa a lo que, por supuesto, me he negado sistemáticamente. Sin embargo, a comienzos de mes llegó la orden definitiva: tendría que hacer frente a un traslado de ciudad. En contrapartida, el ascenso resultaba francamente tentador y el aumento salarial irrechazable.

Seguro que ya has visto los muebles y las cajas de la mudanza en el portal. Soy el nuevo vecino.

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Jaleín por Halloween

Jaleín por Halloween

 

          “Como vuelva a tocarme el culo, le voy a pegar un sopapo que se le van a quedar marcados los cinco dedos en esa cara de bobo que tiene”.

          Es la tercera vez que Laura Vanessa piensa lo mismo. De momento continúan por el camino de regreso a Cueto, ella con cierta dificultad debido a los tacones. Había bajado hasta Ponferrada, a la disco, con la misma despreocupación de los viernes en Madrid. Pero está comprobando que aquí refresca bastante más de madrugada y, sobre todo, que desciende una espesa niebla. El chaval que la acompaña tendrá más o menos su edad e intenta rozarse con ella de forma tenaz y reiterada. Caminan casi a tientas. La luz de las escasas farolas resulta insuficiente y aún no ha comenzado a amanecer.

–          Menos mal que me acompañas ¡Que chico tan amable!

–          ¡Nada, bonita! Además, me coge de camino. Vivo frente a la casa de tu abuela. Por si no te acuerdas, soy el Tino ¡La de veces que habremos jugado de pequeños!

          Efectivamente, ella recuerda sus juegos infantiles con los niños del pueblo. Siempre pasaba los veranos con la abuela. Pero de este Tino… ni idea. En un intento de distraer sus táctiles objetivos exclama

–          No me digas que regresas andando todos los fines de semana ¡Qué chico tan valiente! ¡Oye, esa mano quieta!

–          ¿Valiente por qué? ¡Pues si que eres miedosa, tú!

–          No creas. Es que, como es Halloween, todos los chicos con los que bailado han estado contando cuentos de miedo. Lo de siempre, ya sabes, que si la Santa Compaña, que si la Chica de la curva… que no tienen imaginación más que para llevarte donde haya poca luz. Pero el caso es que al final se me ha quedado un poquito de susto.

–          Ah, es por eso…

–          Si hijo, y no me mires de esa forma -le dice- que se te va a caer un ojo en mi escote, mientras piensa “Maldito vestido. No da nada, nada de calor. Tenía que haber hecho caso a mi abuela y haber traído algo de abrigo”.

          Efectivamente, el vestidito de punto es demasiado corto. Por ese motivo, periódicamente necesita hacer un ademán para estirar la falda por delante o por detrás. Si lo hace con ambas manos, a un tiempo, se le baja demasiado por arriba.

–          Esto… ¿Así que tú eres Tino?

–          Si, el hijo de la señora Vicenta ¿No te acuerdas?

–          Pues si, ahora que lo dices, me acuerdo de un mocoso rubiajo y con mala intención que a las niñas nos tiraba piedras…

–          Ja, ja, ja. Si, seguro que ese era yo. Pero ya no tiro piedras a las niñas…

–          ¡No, ya veo! Ahora prefieres tirarles encima las manos ¡Pero te quieres estar quieto de una vez!

–          ¡Vale, vale! ¿Y cómo por aquí, preciosa?

–          Pues, ya ves… La abuelita, que se encuentra un poco pachucha. Mis padres me han enviado el fin de semana. Dicen que para que le haga un poco de compañía.

–          No, si lo que digo es que cómo por aquí, a estas horas y ¡sola! Una jamona como tú, digo una chica que está tan… bueno, eso, tan guapa.

–          ¡Cosas que pasan! Me he liado un poquito en la disco ¡Ha sido sin darme ni cuenta, te lo juro!  El caso es que ni sé cómo he terminado con Arturo, el novio de mi amiga Nerea en los reservados y ¡No te lo vas a creer! Ella, nos ha sorprendido y se ha puesto hecha una auténtica furia ¡Menuda escena ha montado! Luego, ha cogido a su novio por los pelos y se han largado con el coche…  ¿Sabes qué? ¡Por mí, como si se lo envuelven para regalo! El novio, digo. Pero al final, por una tontería como esa, me ha dejado más tirada que a una colilla ¡La muy… bruja! Y a ti, ya te vale ¡Que pareces un pulpo, rico!

–          ¡Perdona, no es para tanto! Sólo pretendía apoyarme en tu hombro. Me encuentro un poco mareado.

–          Si, si, ya se ve. No hace falta que jures que te has pasado con la bebida… Tienes la mano helada y, menudo careto llevas… ya verás, cuando te vean en casa.

          Pero a Laura Vanessa, lo que le molesta es otra cosa: “¡No te digo! Ahora se pondrá a vomitar y tendré que sujetarle la frente. Y encima me salpicará los zapatos ¡Lo que me faltaba para fin de fiesta! Hacer de lazarillo a estas horas.  Además, este maldito vestido no hace más que encoger ¡Una cistitis, eso es lo que voy a agarrarme!”

–          Que frío hace ¿No? Oye tú, podrías ser un poquito más caballeroso y prestarme la americana

–          Vamos, anda ¡No te digo! ¡A que vas a ser la Chica de la curva y lo que quieres es darme un buen susto!

–          ¡Serás cretino! Por si no te has dado cuenta, esto es un camino de tercera y no hay ni una sola curva entre Cueto y Ponferrada ¡Pero, si ni siquiera pasan coches…!

          Mientras le hace ver lo disparatado de la suposición, Laura Vanessa se ha puesto a gesticular, olvidándose por un momento de su escaso vestidito. Tino aprovecha para deslizarle una mano bajo la falda, por la parte de atrás.

–          ¡Ayyy… tienes la mano más fría que un cadáver! Toma, por sobón, que te lo llevas mereciendo desde la primera línea.

          La sonora bofetada quizá ha sido algo más fuerte de lo que ella hubiera deseado.      Lo cierto es que le ha pillado tan de plano, que le ha hecho girar la cara y provocado una hemorragia por la nariz.

–          ¡Dios, que bruta eres! Cómo me has puesto la camisa…

–          ¡Mira, mira, no me calientes! Esa hemorragia no te la he provocado yo ¿Que te piensas, que no he visto el algodón que llevabas en la nariz? A saber lo que te has metido “pa el cuerpo” esta noche ¡Menuda pinta de drogadicto!

–          ¡Que daño! Pero que hostia me ha metido ¡Ahora si que estoy mareado…!

–          Pues te aguantas, que no ha sido para t… Ayyy… ¡Ay que horror, que miedo! Mira, mira, un fantasma.

          Y Laura Vanesa, completamente aterrorizada, se aferra con las uñas de ambas manos al brazo de Tinín. Parece que quisiera subírsele encima. El motivo es que en el centro del camino, a menos de cien metros, ha aparecido una sombra difuminada por la niebla, que avanza hacia ellos trabajosamente.

–          Ay, Tino ¡No me dejes, no me dejes! Anda, ponte tú delante…

–          Madre mía, es que no ganas para sobresaltos, eh ¡Y eso que decías que no tenías miedo! Pues parece que el canguelo te ha nublado la razón… ¿Es que ni siquiera reconoces ya a tu abuela?

          Ella fija la vista con atención en la niebla intentando dilucidar la imagen que se le acerca. No ve muy bien porque no lleva las gafas. No le favorecen nada, por eso no se las pone. Sin embargo, al poco escucha:

–          Laura, Laurita… ¿Eres tú, hija mía?

          Entonces, Laura Vanessa, olvidando el susto, sale corriendo a la velocidad que le permiten los tacones. Al llegar, se abraza a ella.

–          ¡Abuela, abuela, abuelita querida! ¿Pero qué haces aquí? Esto tiene que ser fatal para tus cálculos renales…

–          Es que me he despertado ¡Sabes, cariño! Y he visto que aún no habías vuelto. Me ha preocupado y me he dicho ¡A ver si mi niña se ha perdido, la pobre! Así que he cogido este abrigo y he salido a buscarte.

–          ¡Gracias abuela, tú si que sabes! Trae, trae que me lo pongo ya ¡Brrr… que frío hace aquí!

–          Hija mía, pero es que no te da miedo volver a estas horas, sola y a pie por un camino tan oscuro.

–          Pues si, abuela, claro que me da miedo, que digo miedo, pánico. Si yo te contara… Por aquí no hay más que brujas. Menuda está hecha la Nerea. Sin embargo, por suerte, me han acompañado.

–          ¿Quien?

–          El Tinín.

–          ¡Qué! ¿Cómo dices?

–          Si mujer, no sabes quien te digo, el hijo de tu vecina. Ahí detrás viene…

–          No te referirás a…

–          Pues si, a Tinín, el hijo de la señora Vicenta, tu vecina. Mírale, ahí está…

          Pero cuando Laura Vanessa se vuelve para indicarle a su abuela, se da cuenta que tras ellas, el camino está absolutamente vacío.

–          ¡Anda! ¿Dónde se habrá metido ahora?

–          ¡No puede ser, hija, no puede ser! Te estás confundiendo con otro…

–          ¡Qué me voy a confundir, abuela! Me acuerdo perfectamente de aquel niño tan malo que nos pegaba y nos escupía.

–          Pero hija mía, si Tinín murió el verano pasado.

–          Mira, abuela, no me asustes ¡No empecemos con bromitas!

–          No mi niña, lamentablemente no es una broma. Lo encontró el repartidor del pan de madrugada, en una cuneta del camino. Sobredosis, dijeron.

–          ¡Eso es imposible, abuela! Si acabo de hablar con él… yo creo que lo que te pasa es que… ¡Mira abuela yo te quiero mucho, pero me parece que estás un poco gagá!

–          ¡Si, si! ¡Ojala no fuera más que eso! Gagá yo, que precisamente tuve que ayudar a su pobre madre a amortajarlo. Como la hemorragia no se cortaba, ya en el féretro, hubimos de meterle algodón por la nariz…

–          ¡Dios mío, que horror! Agggg…

Para la tía María que, como buena montañesa, 

contaba los mejores cuentos de miedo del mundo.

 

Epílogo

          Va a hacer más de una hora que Laura Vanessa salió de la disco y por fin ha comenzado a amanecer. Sin embargo, aún no puede verse el final del camino. Ambas mujeres, en un intento de darse calor, continúan andando cogidas del brazo. En determinado momento la abuela se para y dice

–          Me parece que ha sido una tontería

–          ¿Qué, abuela?

–          Eso último que has dicho. Eso de Aggg… me parece una auténtica tontería; para mí que has estropeado el relato ¡Con lo bonito que estaba quedando!

–          Mira abuela, había que ponerle un punto final y ya está. Ese vale tanto como cualquier otro ¡O no! Como para finales de pasamanería estoy yo. En la misma noche dos numeritos: el de la bruja y el del aparecido. Venga, démonos un poco más de prisa que esta humedad me está encrespando el pelo y me lo lavé ayer.

–          Ay hija, que descreídos sois los jóvenes. En mis tiempos, un suceso así hubiera dado para contar y comentar durante todo el largo invierno de la montaña.

–          No empecemos con el rollo de “en mis tiempos…”  o “cuando yo tenía tu edad…”, que me lo veo venir. Además, desde que pasan esa serie… si, esa…  Crepúsculo creo que se llama, todo esto ha perdido muchísimo encanto.

          Ante la deslenguada contestación de la nieta, la anciana adopta una expresión resignada y abatida. Pero algo atraviesa por sus ojos ¡Una idea! A continuación tuerce el gesto, adopta una sonrisa maligna y con voz más grave de lo usual pregunta

–          ¿Y si te dijera que, en realidad, no soy tu abuela?

–          Pues contestaría que precisamente soy la Chica de la curva y mañana encontrarás este gabán prestado enganchado en la reja del cementerio. ¡Vaya lo uno por lo otro!

–          Me dejas sin palabras, hija mía…

–          Anda, déjate de cuentos de miedo y camina un poco más deprisa ¡Ya estoy harta! A ver si se acaba de una maldita vez este camino ¡Qué largo se me está haciendo!

–          ¡Ay, Laurita! Qué poca paciencia tienes…

–          ¡No, abuela! Lo que estoy es deseando de llegar a casa para preparar un café bien caliente ¡A ver si entramos de una vez en reacción!

–          ¡Huy, mira! Algún bromista ha cambiado el letrero de entrada al pueblo y… ya no pone Cueto ¡Qué gracia!

–          ¿Y qué es lo que pone, si puede saberse? Con esta luz, no me llega la vista. Y te aseguro que no tengo intención de ponerme esas gafas que me hacen tan mayor.

–          ¡Pues si, hija, claro que si! Mira, ahí pone… Comala.

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Un Volkswagen rojo

UN VOLKSWAGEN ROJO

 

          El camarero deposita dos botellines de cerveza junto con unas copas, unas patatas fritas industriales y el platito de la cuenta sobre la mesa de terraza de la cafetería. Me apresuro a abonar la consumición mientras Quique, más divertido que sorprendido, abre unos ojos como platos mirando algo justo detrás de mí. Mientras recojo las monedas de la vuelta, me giro perezoso, sin levantarme, raspando un poco la acera con las patas de aluminio de la silla

–          ¡Madre mía, que jaca!- dice. Y se queda como pensando – ¿Te acuerdas de…? ¿Cómo se llamaba?

          Al otro lado de la calle, frente a la terraza, acaba de aparcar un escarabajo de Volkswagen metalizado en fucsia. Desciende una espléndida muchacha de melena alborotada que entra a toda prisa en el supermercado. Es casi la hora de cerrar.

–          ¡Pues claro! Claro que me acuerdo ¡Cómo no me voy a acordar! Elena, se llamaba Elena, pero todo el mundo la conocía por Nena. Por cierto, a ver si un día de estos te estiras e invitas tú a las cañas.

–          ¡Pues vaya! Eso es lo único bueno de tomar una cañita con tu hermano mayor. Tendrás que soportar algún rollazo y más de una monserga, claro, pero nadie espera que pagues… ¿Y qué fue de Nena, si puede saberse? Me encantaba aquella novia tuya

–          Hombre, novia, novia ¡Tanto como novia…! Digamos que salimos durante un par de meses ¡Nada más!

–          ¡Y nada menos! Oiga, pollo –Le dice al camarero, cuando pasa – ¿Sería  tan amable de cambiarnos estas patatas fósiles por unas olivitas? ¡Sabes! –continúa-  recuerdo que era guapísima, rubísima y simpatiquísima Pero… ¡De dónde había salido aquel ejemplar! ¿Cómo llegaste a conocerla?

–          Por supuesto –Responde el anciano camarero, cogiendo el plato de las patatas- ¡Una de olivas para los señores! 

–          ¡Pues de pura casualidad, como son siempre estas cosas! Apareció de improviso, a mediados de julio, durante la campaña en que tocó excavar la muralla. Su papá le había regalado el Volkswagen, que era de los auténticos, no un simple remake como ese de enfrente, en premio a su licenciatura. Por cierto, que era rojo, rojo cereza, y no fucsia…

–          Si, si, claro que me acuerdo ¡Pues, menudo revuelo que prepararía en la excavación! Si no me falla la memoria, tus amigotes arqueólogos eran una panda de buitres indecentes…

–          ¡Ya lo creo! Además, el día que llegó, lo hizo tarde, por supuesto, a más de media mañana, con la tropa expectante por la hora del almuerzo. Bajó de su escarabajo como se entra en escena. Todos paramos para mirar. El director de la excavación dijo que era hija de un condiscípulo y se quedaría en su casa, con su familia durante unos días. Por propia iniciativa vendría a ayudarnos. En aquel momento, por lo bajinis, se pudo oír más de un ¡Bien! Y también algún ¡Mira, mira, mira, mira…!

–          ¡No me extraña! Yo era un crío, no tendría más de doce o trece años, pero ya me daba cuenta de que tenía algo especial… Ahora me resultaría mucho más fácil de definir: una auténtica pieza de caza mayor.

–          ¡Las aceitunas de los señores! – dice, con cierto sarcasmo el camarero, mientras deposita el plato con ceremonia sobre el velador de aluminio – ¿Desean algo más?

–          ¡Oye, salao! – corta Quique con idéntico énfasis- ¿Por qué no te guardas el retintín en una caja y haces el favor de traernos otra ronda? Tranquilo hermanito – añade, guiñándome un ojo- que a esta invito yo; tú sigue hablando.

–          Pues eso, que por una vez, me salí con la mía. No entiendo cómo, pero en dos o tres tardes, lo nuestro estaba cantado. Y eso, entonces, entre colegas y compañeros, todavía se respetaba…

–          ¡Anda ya! ¡Pero qué panda de jipis estabais hechos! ¿Y lo del coche?

–          ¿A qué te refieres?

–          Anda, no seas mojigato, que yo sería un crío, pero no tonto ¡A lo de la grúa, a qué va a ser!

–          ¡Bah, nada! Fue un sábado por la noche. Buscábamos un sitio discreto donde estacionar el auto, pero se nos habían adelantado todas las parejas de la ciudad. De hecho, no nos dimos cuenta de que nos habíamos metido en lecho del río hasta mucho después, cuando nos íbamos y puso el contacto para salir marcha atrás.

–          Ja, ja… ¡Y nada, claro!

–          Nada de nada. Las ruedas se habían hundido en el fango hasta el eje y cuanto más aceleraba, peor. Ya ves, las tantas de la madrugada. Hubo que dejarlo allí y esperar al día siguiente. Que vergüenza pasamos cuando el de la grúa, al ver el coche medio hundido, preguntó

–          ¿Pero qué hacíais en este sitio?

–          ¿Y qué dijo ella?

–          Se puso como un tomate, se dio media vuelta y se largó. Dejó que yo me encargara del resto de las gestiones.

–          Sin embargo, aún así, no cortó contigo ¿No?

–          Pues no; para nada. Además, empezaba agosto y toda la familia os largasteis de vacaciones. Fueron unos fines de semana inolvidables, con la casa paterna entera para nosotros solos.

          En ese momento llega el camarero y pone sobre la mesa las cervezas y el mismo plato de patatas de antes

–          Aquí tienen los señores, sus dos botellines ¿Quieren que les cambie las copas?

–          ¡Por supuesto, mozo! –se apresura a decir mi hermano en un tono ligeramente más enfático de lo necesario- estas están sucias y calientes.

          Mientras el hombre se retira hacia el interior de la cafetería, con la bandeja y las copas sucias, Quique repara en el plato de patatas que acaba de dejar y, haciendo ademán de levantarse, exclama enfadado

–          Pero tú has visto ¡Me cago en su…!

–          ¡Tranquilo! No te sulfures por tan poco – le digo, mientras le sujeto con fuerza por el antebrazo para evitar que abandone la silla- No ves que se ha picado. No merece la pena…

–          ¡Me va a oír ese…! Lo que faltaba. Pero, bueno ¿Y después qué? ¿Qué pasó cuando volvimos del veraneo?

–          Pues entonces, las circunstancias se pusieron más difíciles.  Ella se quedaba en casa de una amiga, pero para estar juntos sólo disponíamos del Volkswagen y ¡Ya te puedes imaginar! En una ciudad tan pequeña como esta y con un coche de ese color… nuestro trabajo nos costaba que nos dejasen en paz.

–          Sus copas heladas, caballeros –corta de pronto el camarero- Los señores desean algo más… Por cierto ¿Las patatas están a su gusto o también se las cambio?

–          Las patatas, resalao, son de lo mejorcito que hay aquí – tercia mi hermano con evidente mala leche- Es precisamente por las patatas por lo que venimos a esta birria de terraza. Por las patatas y por el servicio esmerado, claro.

          Y en cuanto termina de hablar, indignado, coge en dos puñados todo el contenido del platito y se lo mete en la boca con ademán insolente. El camarero, al verlo, levanta las cejas sorprendido. No esperaba una reacción así. Después, hace un gesto resignado abriendo un poco los brazos, se da la vuelta y se aleja hacia el interior del local negando levemente con la cabeza. Quique escupe con asco el amasijo amarillo sobre la acera.

–          ¡Anda y que te den! – exclama tras sorber un trago directamente del botellín para aclararse la boca. Luego, mirándome, pregunta – Y entonces… ¿Cómo os las apañabais? ¿Dónde ibais?

–          ¡No sé! Pues, a los jardines del alcázar, a las afueras, a la ribera del Clamores… donde pillábamos.

–          ¡Pfff… vaya mal rollo! Pero no te dabas cuenta, so pringao, hermano tonto, de que esa chica era una princesa.

–          Y qué podía hacer yo; aún no había terminado los estudios y lo que me pagaban por las campañas no alcanzaba ni para una triste pensión. No, si de sobra lo veía venir…

–          A mí, me parecía extraordinaria, con aquella sonrisa y aquella trenza rubia que se le deshacía por momentos.

–          Pues ya puedes imagínate cómo me sentía yo, sabiendo que había conducido 90 km. sólo para venir a verme, sin disponer de un mísero lugar para estar juntos…

          En ese momento, la chica de la melena alborotada sale veloz del supermercado con dos bolsas repletas que deposita en el asiento del copiloto. Luego, arranca el auto y sale a toda piña, mientras un empleado con gorrita de logotipo, comienza a bajar con estruendo la persiana metálica del establecimiento.

–          ¡Ay hermanito, qué mal te lo montaste!

–          ¡Ya lo sé! En octubre comenzó a distanciar las visitas y… en noviembre no vino más que una vez. A medida que cruzábamos más y más cartas, se producían menos y menos encuentros ¡Bien pensado, tiene su gracia!

–          Menuda gracia ¡Mira, como me parto de risa!

–          A principios de diciembre, le escribí una carta bastante larga tratando de aclarar nuestra situación. Desesperado por evitar lo inevitable, me atreví a adjuntarle un poema. Se llamaba “El dragón amarillo”, y hablaba de princesas y castillos.

–          ¿Un poema…? ¡Tú! ¡Pero serás cursi, cacho cabrón!

–          ¡Pues sí, ya ves! Y lo más curioso es que sólo me acuerdo del último verso. Decía algo así como: “¡Ay Nena, nena! No me deja pensar, el dragón amarillo de tu pelo”

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